domingo, 27 de noviembre de 2011

Juan Emar - Miltín 1934: Una novela antinarrativa Por Pablo Brodsky



Juan Emar - Miltín 1934: Una novela antinarrativa

Por Pablo Brodsky Director de la Fundación Juan Emar

Juan Emar inició la escritura de Miltín 1934 en el mes de enero de ese año, y la terminó en diciembre. En junio del año siguiente publicó el libro, conjuntamente con Ayer y Un año. En 1937, 2 años después, publicó Diez, su libro de cuentos. Pero de toda su obra publicada en vida, Miltín 1934 es la más desconocida y la que menos reediciones ha tenido. De hecho, la de Mago Editores que esta tarde presentamos corresponde a la tercera reedición del libro, después de la de Dolmen, de 1997.

Recibido como “uno de los (libros) más desconcertantes de nuestra literatura”; como “fuera de lo clásico, de lo usual, de lo normal, hasta de lo equilibrado”; como original, novedoso y único ya que “no creo que el lector chileno haya leído, ni entre lo nacional ni entre lo extranjero, nada parecido”, según Eduardo Barrios, Miltín 1934 es el texto más radical de los escritos por Juan Emar y una “especie de laboratorio experimental” para el trabajo escritural que posteriormente desarrollará en Umbral, de acuerdo a Pedro Lastra.

Parece que sobran los motivos para mantener a Miltín 1934 en una suerte de marginalidad, para ser una obra outsider, ubicada más allá de los límites de la literatura que estamos acostumbrados a leer. ¿Cuáles son estos motivos? ¡Vamos a ellos!, como diría el narrador-autor del libro.

Al iniciarse el libro, surge el primer deseo del narrador: referirse a lo que le ocurre a muchas personas, a saber: “El deseo de colgar en la pared una ambición de la vida”. Se trata de los cuadros que, tanto el doctor Hualañé como Estalisnao Buin y Rafito, gustan de colgar en las paredes de sus casas u oficinas. El narrador nos refiere que el doctor mantiene en su gabinete la pintura Le chäteau de chillon et la Dent du Midi. Se trata de un cuadro que forma parte de la galería de la pintura europea, referente de la cultura universal, pintada por Gustave Courbet, donde aparece el castillo de Chillon a orillas del lago de Ginebra, con los imponentes Dents du Midi, en los Alpes, como telón de fondo. Es el mismo castillo del poema de Byron Le prisonnier de Chillon: “Las aguas del lago Leman bañan los muros del Castillo de Chillon. Desde lo alto de las blancas almenas, la sonda se hunde a mil pies en las profundas ondas que rodean sus torres”.

Por su parte, Estalisnao Buin tiene colgados en sus paredes 3 cuadros: 2 de ellos representan la violencia de las fuerzas de la naturaleza. Uno en la cordillera, el otro en el mar. En ambos, el hombre aparece como un ser insignificante, “del tamaño de un mosco”, ante “los elementos desencadenados”, luchando “denodadamente” por salvarse. En el tercer cuadro, todo es calmo en una verde campiña, llena de florecillas blancas, excepto “un potro fogoso que deja su crin enmarañarse…”. Ya no se trata de la referencia culturosa relacionada con el médico, profesión liberal de la burguesía, sino de escenas de la heroicidad del hombre en su lucha contra las adversidades de la vida, de un corredor de la Bolsa de comercio de la década del 30 del siglo pasado.

Terminadas estas descripciones, el narrador nos habla de su nuevo deseo: la de escribir el Cuento de Medianoche, por lo que deja de lado la ambición colgada en la pared de Rafito, el tercer personaje involucrado. Después de varias elucubraciones y percepciones que el narrador nos da a conocer, finalmente inicia el Cuento de Medianoche, intentándolo en 7 oportunidades, sin éxito. Decide que es mejor “seguir con otra cosa. Por ejemplo con Una noche de locuras o La tournée des Grands Ducs, haciendo referencia a los paseos de la nobleza rusa del siglo XIX por las calles de París en la búsqueda de cabarets donde el champán fluía libremente. En efecto, esta nueva trama relata el paseo de 3 amigos que deciden salir en la noche. Primero pasan por el Zurich, un local donde no se sienten a gusto porque huele a “orina de las virgencitas que son festejadas por sus amigas con motivo de la próxima pérdida de la virginidad”, es decir, allí no hay alcohol sino “café con leche” y “bombones de anís”. Deciden ir al Arno, un cabaret donde se bebe, se baila y se pierden los sentidos. El narrador se enfrasca en una conversación con otros comensales del lugar, donde se produce una comparación entre un conocedor de los más importantes lupanares de las grandes ciudades (nuestro narrador) y quienes asisten como voyeristas, entre escandalizados y fascinados por lo que en ellos ocurre (los comensales). Poco a poco los clientes se retiran del local, quedando solo los 3 amigos, quienes pagan su cuenta y se retiran, junto al garzón que cierra la puerta tras de sí. Por cierto, no se puede afirmar que se trata, precisamente, de un relato de las aventuras que viven 3 amigos en una “noche de locuras”.

Después el narrador decide retomar el Cuento de Medianoche, una nueva versión después de los 7 fracasos anteriores. Esta vez la narración avanza teniendo a Teodoro Yumbel como protagonista, quien duda entre optar por una vida de anacoreta o una vida destinada a ser compartida con sus semejantes. Después de que Teodoro Yumbel vive algunas experiencias entre místicas y sobrenaturales, se escuchan 7 campanadas, anunciando las 19 horas. Ello obliga al narrador a buscar otros quehaceres, ya que no puede terminar el Cuento de Medianoche mientras no llegue, precisamente, la medianoche.

Es así como decide matar el tiempo haciendo cosas diversas, como subir al tejado para echar una ojeada y ponerse a leer. Encuentra un volumen de Maupassant, el que le recuerda a Rafito, ese tercer personaje relacionado con aquella ambición colgada en los muros. Rafito tenía en sus paredes un cuadro “de fines del siglo XIX. Un sofá con gasas o tules (…) bordados. Sobre ellos, sentada, mirándose a un espejo que uno ve por detrás, una dama (…). Está en paños menores. Por encima del corsé de le ven los senos. Echa la pierna arriba: medias negras de seda, ligas rojas muy anchas, zapatillas plateadas con un pompón id. Por entre los muslos, se le adivina el sexo”. Rafito es campesino, “zocarrón; buenísimo; grande y fornido”. Su descripción comulga con su ambición colgada en la pared.

Luego el narrador encuentra otro libro: Panorama de la literatura chilena durante el siglo XX, de Alone. A partir de este momento, Emar escribirá las páginas más ácidas respecto de la crítica literaria y sus cultores. Inicia su diatriba señalando que los críticos literarios sufren de un mal: “el miedo negro de equivocarse”. Y para no equivocarse, sencillamente enumeran, “pinceleándoles pequeñitas cualidades y pequeños defectos”, sin entregar una opinión “franca, categórica” sobre la obra que critican. A esto le llama escribir “un articulito con puertecitas de escape para todos lados”. A esta ausencia de compromiso, se suma que el código que utilizan es “una serie de lugares comunes literario-sentimentales que cada crítico, variándolos un poquito, alza cual formidable sistema”. Ante estos 2 problemas, propone un método que consiste en 3 pasos:

  1. Que los críticos guarden bajo llave sus plumas, lapiceras, papeles, máquinas de escribir y todo aquello que utilizan para opinar o que los tiente a ello.
  2. Que, después de un tiempo, todos vuelvan a leer cuanto se haya publicado y mediten sobre lo leído.
  3. Que cada uno escriba, “única y exclusivamente (…) sobre aquellas obras que le hayan entusiasmado, locamente entusiasmado, o bien le hayan horripilado hasta las náuseas. Y silencio total sobre todo lo demás”.

Mientras escribe sus opiniones sobre la crítica literaria nacional, el tiempo sigue avanzando, y ya se acerca la medianoche. Es hora de que el Cuento de Medianoche vuelva a escena. Pero ocurre que el narrador se acuerda de Titina, una antigua novia que, justamente cuando dan las 12 de la noche, aparece con fuerza en su recuerdo. Por eso no le queda más que reproducir unos párrafos que escribió hace algunos años, teniéndola como nueva protagonista de la narración.

Nuevos personajes, nuevas historias y nuevas elucubraciones surgen a medida que avanza el texto, plagado de recuerdos de un narrador que, en algún momento del relato, decide no trabajar, es decir, escribir lo que se había propuesto escribir: “El Cuento de Medianoche lo veo hundido en el fondo del armario. Y pensar que no sólo tal cuento pensaba escribir sino también un drama medieval…”, nos dice en la página 74.

No es necesario seguir desmenuzando el texto de Emar, de 243 páginas de “locuras” como las descritas, para darse cuenta de que estamos frente a un experimento escritural de proporciones.

Al publicarse, no fue indiferencia lo que sintió la crítica al leer la obra sino, por el contrario, vio en ella un cuestionamiento inaceptable de sus propios preceptos, una puesta en duda irrenunciable de los valores éticos y estéticos que por siempre había defendido y, para colmo, sus miembros eran señalados con nombre y apellido, tildados de ignorantes, aburridos y pretenciosos.

En un artículo anónimo, aparecido un mes después de la publicación, su autor señala que en Miltín 1934 “Alone, Alberto Mackenna Subercauseaux, Richon-Brunet y otros de menor cuantía, reciben su buen tirón de orejas de este Juan Emar que desparrama una tremenda lógica trituradora”. Y, más adelante, continúa: “Juan Emar es un sátiro despiadado que pone en ridículo el arte burgués, al filisteo que dominicalmente pontifica desde los rotativos santiaguinos y a sus cómodas teorías estéticas”. Solo César Miró, autor peruano, vio en la obra “la negación de la novela como género consagrado dentro de lineamientos establecidos, de acuerdo a fórmulas y procedimientos reconocidos y aceptados”.

Miltín 1934 es la imposibilidad de ser el Cuento de Medianoche, imposibilidad que es opción puesto que su autor no desea narrar y, por tanto, liberar la escritura “para que el panzudo del día siguiente coma cochinillo satisfecho, sin remordimientos de haber sido hecho a la imagen de Dios”, según las palabras del narrador-autor.

Con la misma lucidez con que desnudó “el deseo endémico de realidad” de la crítica oficialista y del público burgués, en sus artículos de La Nación, Emar se negó a convertir sus textos en defensores de la realidad para que el lector se sintiera reconocido en ellos: “Comprende, pues, -continúa el narrador- qué horror les ha de producir a consumidores y proveedores, ver de pronto un ser que, no contentándose con seguir sobando y embalsamando cadáveres, se lanza justamente a resucitar esos cadáveres gritando que ahora no hay que abandonar; un ser que hace de todos esos elementos adormecedores –pinceles, cinceles, paletas y demás- elementos para tentar nuevamente la espantosa experiencia de la vida”.

En Miltín 1934, los límites entre ficción y realidad se rebasan permanentemente, cuestionando la producción de un texto narrativo y ficcional al incorporar relatos inacabados, reflexiones, recuerdos, transcripciones de cuadernos antiguos, experiencias y especulaciones personales. El efecto final del texto es su imposibilidad de narrar una historia novelada, adscrita a la descripción de anécdotas y a la temporalidad lineal, sea esta el Cuento de Medianoche o cualquier otra trama que se haya propuesto.

Hoy, a 76 años de la primera edición de esta obra, podemos considerarla fundacional y promotora de la narrativa escrita a partir de los últimos lustros del siglo veinte. Esta nueva publicación de Miltín 1934, editada con los dibujos originales de la primera edición de 1935, nos permite conocer la osadía y el atrevimiento de uno de los autores más difíciles de clasificar y, sin duda, el más problematizador de nuestra literatura.