Juan Emar, el hombre del pijama azul
Por Rafael Gumucio
Letras Libres, N°131, agosto 2012
Letras Libres, N°131, agosto 2012
El pijama azul marino que brillaba más que
un traje de noche es lo primero que recuerda el joven Pablo Neruda de
Álvaro Yánez, alias Pilo Yáñez, alias Juan Emar. La sucesión de nombres
es, junto con el pijama en pleno horario laboral, una señal de quién
fue ese hombre de muchos nombres, direcciones postales, aficiones
artísticas, esposas, ese hombre de una sola y prolongada vocación:
perder el tiempo o hacer que este se pierda, marearlo, vencerlo como el
toro a la verónica, domesticarlo como esas moscas a las que les
quitaba las alas para hacerlas competir.
Toda la literatura de Juan Emar se puede
resumir también en esa carrera de moscas sin alas, el uso metódico,
preciso, paciente del absurdo con una punta de refinada crueldad al
final, mosca sin vuelo que convierte la siesta, la tarde, la cocina
polvorienta de la casa de campo en un espectáculo sin casi espectadores
que no se parece a nada en el mundo. Juego de niño prolongado hasta
una adultez incierta. Juan Emar, el vanguardista, el cubista más
austral del mundo, el dadaísta de provincia, emprendió la mayor
rebeldía de todas, la que pocos o nadie se han atrevido a intentar:
rebelarse contra su nacimiento mismo. Nunca salir del todo del vientre
de su adorada madre, evitar ver la luz del día, llorar, patalear,
moverse, ¿para qué, para quién?
El nonato Álvaro Yáñez Bianchi, alias Pilo
Yáñez, alias Juan Emar, su cabeza enorme sobrevolando un cuerpo que
apenas se movía de donde lo sentaban, su rostro enorme escasamente
poblado de pelo, los ojos casi siempre ausentes de la conversación y
los labios finos invariablemente callados tuvieron siempre algo de
feto. El mundo de sus relatos, el de sus personajes, pertenece también a
un universo uterino, un mundo de placenta y cordón umbilical, donde
todo funciona de otra manera que en el mundo real. Un universo sin
psicología o sociología alguna, guiado por encuentros y cifras mágicas.
Impulsos gratuitos, delirios también sin control.
Todos los días en sus libros son el primer
día del mundo. Sus personajes, sus escenarios pertenecen a ese mundo
anterior o posterior a lo que solemos llamar realidad. Juegan con el
rigor con el que juegan los niños a ser personajes de una novela, un
cuento o un diario de vida. Se disfrazan con la ropa que dejaron los
mayores sobre el sillón, la cómoda, la cama. Viven, como viven los
niños, estableciendo las reglas del juego para cambiarlas en la mitad
del juego, una y otra vez. El relato es casi siempre el andamiaje de
ese juego, la invención y destrucción de las reglas, interrumpido de
manera brusca y total por una guillotina o un loro que destroza la
calva del tío José. La violencia, que parece tan ajena al mundo más bien
primaveral de Emar, nunca falta sin embargo a la cita. La sangre, las
vísceras, es decir el nacimiento, el parte amenazante que termina con
el paraíso nonato.
La obra de Emar no hace otra cosa que empezar una y otra vez, incesantemente. El diario de vida que es la base de Un año
registra solo las anotaciones del primer día de cada mes de un solo
año. Los acontecimientos así no tienen ni consecuencia ni desenlace, no
hacen otra cosa que empezar. Dietario improbable donde un teléfono
ataca la oreja de quien lo usa, dejándola ensangrentada y pegoteada a
la carne de la victima, o un gusano recorre Los cantos de Maldoror
de atrás para adelante. Imagen, esta última, que bien puede ser la
clave de cómo debemos leer los libros de Juan Emar. Libros que no
quieren contar una historia, libros que no quieren ser leídos sino
habitados, convertidos en medio de subsistencia, un alimento en que el
gusano elige, en un azar que es cualquier cosa menos azarosa, comer una
letra u otra para así cambiar el sentido del texto.
Ninguno de los libros de Juan Emar está
completamente cerrado en sí mismo, todos piden a gritos un lector
cómplice que los complete. Es quizás lo que explique su éxito entre
profesores y estudiantes de literatura, que contrasta con sus ventas
más bien fantasmales. Todo en sus libros está oculto, aunque su prosa
sea diáfana. Hasta los números, sobre todo los números de las casas,
los objetos, parecen contarnos algo más de lo que cuentan. Todo en Emar
sugiere secretos ocultos, rituales esotéricos, iniciación que no
inicia nunca a nadie, porque el lector y el escritor están condenados,
una condena que es también un premio, a quedarse en el umbral,
vislumbrar el misterio, el secreto pero sin entrar para no
interrumpirlo.
Emar quería, como el gusano de Ayer, vivir en sus libros. De alguna manera lo logró. Consagró la mayor parte de su vida a escribir Umbral, un mamotreto de cinco mil páginas, que sería su propia En busca del tiempo perdido.
Una fabulosa pérdida de tiempo también, un libro que pretendía no
terminar ni publicar nunca, una especie de excrecencia, de cuerpo
aparte al que iban a parar todas sus experiencias, pensamientos,
sueños, ideas más dispares y disparatadas. A la vez novela de ciencia,
ensayo, ficción, metanovela, memoria, novela total que continuamente
vuelve sobre sí misma contándonos una y otra vez su propio proyecto de
novela.
Consagrado sin ninguna interrupción a su
obra, casado y vuelto a casar con primas y vecinas (una timidez y una
pereza invencible no le permitían buscar sus conquistas más allá de su
propia casa), fue perdiendo amigos y conocidos a un ritmo lento pero
seguro. Arruinado a pesar de haber nacido millonario, viviendo en la
casa de sus hermanas, desesperadas por que mostrara alguna señal de
amabilidad con los invitados a sus tés, Juan Emar terminó como empezó,
como siempre quiso terminar, confinado al ámbito de su familia,
perfectamente inútil e inutilizable, en un pijama más raído y menos
azul que el que le conoció Neruda, pero atareado en esta misma
voluntaria falta de cualquier trabajo rentable. Cumplió así la promesa
que le hizo a su padre a los veinte años, no trabajar en nada, no ganar
ni un peso, acabar así con cualquier ilusión de linaje, de herencia,
de continuidad.
La rebeldía de Juan Emar era cualquier cosa
menos un capricho adolescente. Nacer en su caso era algo más que solo
salir del vientre de su madre. Heredero de un padre desheredado, un
verdadero milagro chileno: Eliodoro Yáñez, abogado hecho a sí mismo a
partir de un origen oscuro y pobre, casi presidente dos veces,
embajador el resto del tiempo, pero sobre todo y ante todo el dueño de La Nación, el diario que intentó cambiar para siempre la forma de hacer periodismo en Chile.
Un derroche de energía, de transformación,
de ambición que su hijo intentó evitar como la peste. ¿Lo logró? No del
todo y es quizás el eje mismo de la tragedia de Juan Emar, el hombre
que pretendió ser cualquier cosa menos el hijo de su padre y fue como él
castigado, acallado, castrado por lo que los chilenos llamamos “el
peso de la noche”, es decir el conservadurismo y el resentimiento
unidos contra cualquiera que sea nuevo, que venga de otra parte, que
quiera llegar más lejos que los demás.
Al nonato le tocó nacer muchas veces, al
flojo que vivía en pijama le tocó encarnar su propia pesadilla, la de
un incesante combate sin freno ni tiempo donde le esperaba, como a su
padre, el exilio. Pintor más bien modesto, promotor de la vanguardia
parisiense a través de algunos artículos publicados en el diario del
papá, un día el hijo dandy de Eliodoro Yáñez se inventó un
nombre de batalla para ir a pelear su propia guerra. Álvaro Yáñez se
convirtió del todo en Juan Emar (transposición chilena de J’en ai marre,
“ya no puedo más” en francés) y publicó en un solo año (1935) tres
libros que no eran otra cosa que pedradas, bombazos en la cara de todas
las convenciones literarias nacionales: las novelas Miltín 1934, Un año y el falso diario de vida Ayer.
Libros que evitaban militantemente ser lo que se esperaba que fuesen:
prosa bella, testimonio personal, novela social o confesión íntima. No
hay página de estos libros que no sea un desafío al buen gusto, e
incluso al mal gusto imperante.
Novelas que evitan la denuncia política pero que desde sus títulos (Miltín 1934)
aluden a los acontecimientos recientes, los golpes de militares
populistas, socialistas, la restauración conservadora de esos años, la
ruina del padre, la censura, el militarismo y el peso del clero sobre
la vida de esos personajes que respetan de manera irrestricta unas
convenciones que sin cesar cambian y enloquecen. Su novedad reside ahí,
en las raíces que estos relatos aéreos no pueden dejar de esconder.
Libros anticriollistas y antirrealistas que suceden sin embargo en un
campo abiertamente chileno, San Agustín del Tango, poblado de personajes
con apellido de localidades chilenas (el doctor Hualañé, Rubén de Loa,
Martín Quilpué) que se comportan con una mezcla inesperada de cortesía
y moderación con raptos de violencia o irracionalidad contada con una
imparcial flema también muy chilena.
Las novelas de Juan Emar, en toda su
indescriptible audacia, estaban condenadas a ser realistas. No podían
dejar de ser denuncias y testimonios de un mundo en completa
descomposición y reconstrucción. Eran las novelas del hijo del hombre
que quiso modernizar Chile y terminó traicionado y expropiado por sus
hombres de confianza. Eran el testimonio de esa modernidad a medias, de
esa vanguardia montada sobre un secreto andamiaje colonial que
permanece detrás de todos los intentos de transformación. Eran, con
todo su humor chaplinesco, con todo su colorido de carnaval, una
insolencia. Así la leyeron sus enemigos. El más temible de ellos, el
crítico literario Alone (el que inspiró el Farewell de Bolaño), trató a
Emar y sus libros con un desprecio que heló para siempre la sangre de
por sí fría del escritor de Un año. Al resto de la crítica no
quedó más que seguir al maestro. Hasta su amigo Vicente Huidobro
confesaba a quien quisiera escucharlo que “Pilo escribe con las patas.”
Nada sacó Neruda con compararlo con Kafka en el prologo de Diez,
su libro de cuentos, el único que obtuvo a la hora de publicarse algo
parecido al éxito; Emar quedó confinado para tirios y troyanos a la
categoría de raro, millonario que escribe cosas raras, ermitaño
semienloquecido que debería haberse dedicado a la pintura.
El intento de nacer a la vida literaria del
eterno nonato Juan Emar lo convenció aún más de la necesidad de
recluirse en algún feto materno. Sospechoso para los salones
aristocráticos por ser el hijo rico de un recién llegado, demasiado
francés y millonario para cualquier otro círculo, se inventó en Umbral
su propio mundo, pueblo, sociedad, amigos y enemigos, calles,
iglesias, en un proyecto que consumió lo que le quedó de vida.
Distraído en este intento, apenas se enteró de que los nuevos lo leían.
Escondido lejos, en el silencio y el campo, solo, completamente solo
en ese vientre de palabras y simetrías inesperadas, murió el 8 de abril
de 1964, casi treinta años después de que en una fiebre arrebatadora
decidiera publicar de una sola vez tres libros en un año. La audacia
había quedado, con treinta años de relativo silencio, compensada. Nadie
sabe si murió en paz o no. Pablo Neruda predijo que no, Chile no le
mezquinaría a Emar la posteridad. No era este el destino más singular
para Juan Emar, que miró siempre de reojo la vida, empezar recién
muerto a nacer.
Excelente relato.... a mi me gusta Juan Emar
ResponderEliminarEstoy conociendo a Juan Emar y creo que tiene un real valor literario... paralelo tal vez a la escritura del uruguayo Levrero
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