EL UNICORNIO (Texto completo)
Autor: Juan Emar.
Desiderio Longotoma es el hombre más distraído de esta ciudad. Se vio obligado a enviar a todos los periódicos el siguiente aviso:
"Ayer, entre las 4 y 5 de la tarde, en el sector comprendido al N por la calle de los Perales, al S por el Tajamar, al E por la calle del Rey y al O por la del Macetero Blanco, perdí mis mejores ideas y mis más puras intenciones, es decir, mi personalidad de hombre. Daré magnífica gratificación a quien la encuentre y la traiga a mi domicilio, calle de la Nevada, 101."
El mismo día recorrí el sector indicado. Tras larga búsqueda encontré en un tarro de basuras un molar de vaca. No dudé un instante. Lo cogí y me encaminé al 101 de la Nevada.
Once personas hacían cola frente a la puerta de Desiderio Longotoma. Cada una tenía algo en las manos y abrigaba la certeza que ello era la personalidad humana perdida la víspera.
La primera tenía: un frasquito lleno de arena;
la segunda: un lagarto vivo;
la tercera: un viejo paraguas de cacha de marfil;
la cuarta: un par de criadillas crudas;
la quinta: una flor;
la sexta: una barba postiza;
la séptima: un microscopio;
la octava: una pluma de gallineta;
la novena: una copa de perfumes;
la décima: una mariposa;
la undécima: su propio hijo.
El criado de Desiderio Longotoma nos hizo pasar uno a uno.
Desiderio Longotoma estaba de pie al fondo de su salón. Siempre igual, risueño, grueso, con sus bigotitos negros, afable, tranquilo.
Aceptó todo cuanto se le llevó. Distribuyó generoso las gratificaciones ofrecidas.
A la primera le dio: un cortaplumas;
a la segunda: dos cigarros puros;
a la tercera: un cascabel;
a la cuarta: una esponja de caucho;
a la quinta: un lince embalsamado;
a la sexta: una tira de terciopelo azul;
a la séptima: un par de huevos al plato;
a la octava: un pequeño reloj;
a la novena; una trampa para conejos;
a la décima: un llavero;
a la undécima: una libra de azúcar;
a mí: una corbata gris.
Tres días más tarde visité a Desiderio Longotoma. Quería, en su presencia, instruirme sobre varios puntos que no es el caso mencionar aquí.
Desiderio Longotoma estaba en cama. Sobre la cabecera había colocado, en una red de alambre que avanzaba hasta la mitad del ledo, las doce creencias de nosotros doce sobre su personalidad perdida.
Bajo el total, Desiderio Longotoma meditaba.
(Observación al pasar: la muela de vaca quedaba justo encima de su esternón).
Esta meditación cobijada me recordó el consejo que el mismo personaje me dio el 1° de octubre del año pasado bajo el árbol de coral.
Después de largo silencio, Desiderio Longotoma me dijo:
—Deseo contraer matrimonio. Sólo puedo meditar a la sombra de algo. Deseo contraer matrimonio para meditar a la sombra de dos cuernos. He pensado en Matilde Atacama, la viuda del malogrado Rudecindo Malleco. Esta mujer, aparte de ser hermosa cual ninguna, tomó el hábito del amor cerebral. Como yo nada conozco de él, Matilde no tardará en engañarme. Lo único que me preocupa es la elección que haga referente a su amante. Pues hay hombres que, al poseer a una osa ajena, hacen nacer, sobre el testuz del marido, cuernos de toro; otros, de macho cabrío; otros, de ciervo; otros, de búfalo; otros, de anta; otros, de musmón...; en fin, de todos cuantos nos ofrece la zoología. Y yo quiero meditar bajo los grandes cuernos del ciervo. Nada más.
Insinué:
—¿Cree usted que yo...?
Contestó: —De ningún modo. Usted haría crecer el cuerno único del unicornio.
El unicornio habita en las selvas de los confines de la Etiopia.
El unicornio se alimenta únicamente de los pétalos fragantes de los nenúfares dormidos.
Ello no quita que su excremento sea extremadamente fétido.
El unicornio, para sus horas de reposo, fabrica con su cuerno único vastas grutas en la tierra muelle de los pantanos. De lo alto de estas grutas cuelgan estalacticas de ámbar y arañas velludas de un hilo de plata.
El unicornio no se domestica. Cuando divisa al hombre se volatiliza todo él, salvo su cuerno que cae a tierra y queda recto sobre ella. Luego echa hojas dentadas y frutos encarnados. Se le conoce entonces con el nombre de "El Arbol de la Quietud".
Sus frutos, mezclados a la leche, son el más violento veneno para las muchachas en flor. Esto, Marcel Proust lo ignoraba. De haberlo sabido, se hubiese evitado varios volúmenes.
Las muchachas muertas así no se descomponen. Quedan marmóreas hasta la eternidad. El hombre que las contempla en su mármol pierde para siempre todo interés por toda muchacha que hable, respire y se traslade en el espacio.
No veo por qué causa cuanto se refiere al unicornio sea contrario a las intenciones de Desiderio Longotoma.
Desiderio Longotoma insiste:
—¡Cuernos de ciervo! ¡Nada más!
Golpearon a la puerta. Entró una dama anciana. Entre sus manos traía un pedazo de arcilla en el que se hallaba enterrado, por el tacón, un viejo zapato de mujer conteniendo un verso de Espronceda.
Desiderio Longotoma agradeció vivamente, obsequió como gratificación un pergamino y una ostra y, cuando la dama se hubo marchado, ensartó el todo en la punta del paraguas de cacha de marfil. Luego repitió:
—¡Cuernos de ciervo! ¡Nada más!
Desiderio Longotoma ha contraído matrimonio con Matilde Atacama.
Matilde Atacama ha tomado un amante que ha hecho crecer sobre la nuca de Desiderio Longotoma dos enormes cuernos de ciervo. El hombre puede, pues, meditar en paz.
Después de sus meditaciones hizo lo siguiente:
Compró una máquina trituradora, modelo XY 6, ocho cilindros, presión hidráulica. En ella echó los trece hallazgos que le remitimos cuando la pérdida de su personalidad. Y los trituró.
Los trituró y los molió hasta dejarlos convertidos en un finísimo polvo homogéneo. Este polvo lo guardó en una retorta que cerró herméticamente y que expuso cinco minutos a la luz de la Luna.
Mientras esto hacía, Matilde Atacama estaba en brazos de su amante, y yo terminaba los preparativos de viaje a los confines de la Etiopía.
Me embarqué en Valparaíso en el S. S. Orangután y treinta y siete días más tarde desembarqué en Alejandría.
Sigo a El Cairo. Visita a las Pirámides.
Por la noche, visita al observatorio astronómico. Contemplé largo rato los magníficos resplandores de Sirio y los reconocí de cuatro años antes desde el observatorio del San Cristóbal. Luego contemplé la Luna. También reconocí sus montañas y, sobre todo, uno como enorme monolito, solo, desamparado, en medio de un inmenso desierto al parecer de hielo o de leche.
Al reconocer así, me toma súbitamente la duda de la veracidad de El Cairo y de Santiago como dos diferencias en el espacio. Primó la idea de simultaneidad espacial. Se insinuó con Sirio y las montañas lunares; se acentuó, me llenó, mientras aquel monolito blanco pasaba a través de mi ojo.
Al día siguiente, segunda visita a las Pirámides. Con el extremo del bastón golpeé repetidas veces una piedra de la base de la pirámide Cheops. De este modo, con cada golpe, me deshaciéndose la idea enviada por la Luna, y El Cairo y mi ciudad natal se desprendieron por entre océanos y continentes.
Sigo en bote a la vela por el Nilo, luego en camello por toda clase de altiplanicies y, tres meses después de haber salido de Santiago, llego a los confines de la Etiopia.
Dos días de ejercicios rítmicos para habituarme al clima y ¡listo! He aquí cómo:
Me coloqué en cuclillas al pie de un abedul teniendo a un lado una jarra con agua, al otro unos panecillos de la región, sobre la cabeza un despertador automático que sonaba apenas tenía sueño y, a mis pies, el retrato de una mujer desnuda que previamente atravesé con un colmillo de lobo y que coloqué sobre una casulla del siglo XVI. Y esperé, esperé, esperé... 24 horas, 48 horas, 96 horas, 192 horas, y...:
Grácil, ágil, esbelto, silbante, luminoso, apareció por entre los verdes de la selva un soberbio ejemplar de unicornio.
Ahora era menester lanzar un grito para llamarle la atención, me viera y se volatilizara. Grité:
¡¡Presenten arrr...!!
El unicornio se volvió hacia mí, me miró y se volatilizó. Y mientras su cuerno caía a tierra, se arrugó el retrato de la mujer desnuda y un guacamayo cantó.
Cayó el cuerno y enterró su base. Minutos más tarde echaba hojas dentadas; horas más tarde echaba un hermoso fruto encarnado. Con unas largas tijeras lo corté, lo envolví en la casulla y, terminada mi misión, a grandes pasos me dirigí hacia el Mar Rojo.
Allí un submarino me aguardaba. Regresamos por las profundidades de los océanos, pasando bajo los continentes, lo que me permitió hacer dos observaciones. Una: ningún continente, ninguna tierra del planeta, está adherida; todas flotan. Otra: la Tierra no gira sobre sí misma; la Tierra misma está completamente inmóvil respecto a su eje; lo que gira es esta capa de agua que la envuelve y sus continentes flotantes; pero su núcleo (es decir casi toda ella) —repito—no.
Al participarle esta segunda observación al Primer Ingeniero, me miró un rato, sonrió, luego me golpeó el hombro y se marchó a su cabina. Un minuto después volvía con una pelota de tenis que hizo girar sobre sí misma entre sus dedos. Me preguntó:
—¿Gira o no sobre sí misma?
Respondí:
—Ciertamente.
—Pues bien —prosiguió—, es lo mismo con la Tierra: puesto que gira aquí en la pelota la goma y la badana que la envuelve, ¿qué importa lo que haga el vacío interior? La pelota gira y no hay más. Alegar lo contrario, amigo, es caer en demasiadas sutilezas.
—Permítame usted, señor Primer Ingeniero. Si esa pelota fuese en su interior, pongamos una bola de madera y usted, al mover los dedos, hiciese girar y resbalar sobre tal bola la badana exterior, ¿giraría el total? Yo digo: no. Y tal es, creo, el caso de la Tierra.
—Se equivoca usted, amigo mío. La Tierra es como esta pelota y no como la que imagina usted. Dentro de ella no hay nada, dentro de ella es el vacío.
—¿Es posible?
—Muy posible. Dése usted el trabajo de pensar un poco: piense que si dentro hubiese algo, ese fuego de que se habla, o esas capas con demonios y sabandijas gratas a su amigo Desiderio Longotoma, o lo que fuese, ¿cree usted que seríamos, nosotros los hombres, los tristes y malogrados seres que somos? ¿Cree usted que iríamos, como vamos, penando entre los dolores, las miserias y el amor? No por cierto, amigo mío. Tenga usted la certeza que una luz brillaría en nuestras frentes altivas. En el interior de la Tierra es el vacío.
Me dirigí al Piloto Primero. Me dijo:
—Tiene usted razón. El interior de la Tierra está inmóvil respecto a su eje, no gira. Lo que gira es esta capa de agua con sus sólidos en flotación.
—Sin embargo —me atreví a insinuar— hay quienes dicen que más allá de estas aguas no hay absolutamente nada.
—Error —respondió—. Todo el interior está formado por un metal oscuro, compacto, imperforable, un metal duro y mudo. Si así no fuese, si existiese allí un inmenso hueco capaz de ser recorrido y atravesado por aves y por espíritus, ¿cree usted que seríamos, nosotros los hombres, los pesarosos y angustiados seres que somos? No, señor. Una sonrisa divina acompañaría siempre nuestros rostros y la mueca del pesar nos sería totalmente desconocida. En el interior de la Tierra sólo hay un metal negro y pesado como el destino.
—Haya lo que haya —dije—, desearía saber otra cosa, señor Piloto Primero: ¿por qué en un submarino como éste hay una pelota de tenis?
—Eso, señor mío —respondió—, no lo sabrá usted jamás.
Dicho lo cual se alejó.
Siguió nuestra navegación. Veintiocho días después de habernos despegado de las costas del Mar Rojo, pasamos bajo los Andes. Vimos desde el fondo el enorme cráter del Quizapu como un tubo lóbrego y carcomido. Como era de noche en aquel instante, vimos arriba, coronándolo, un cometa que pasaba.
Al penetrar en las aguas del Pacífico, salimos por primera vez a superficie. A media milla de nosotros pasaba, rumbo al sur, un bote del Caleuche, tripulado por tres brujos muertos de pie. Sobre el lomo del submarino se formó una discusión. Aseguró el Primer Ingeniero:
—Esos tres cadáveres son de sexo masculino, pues han de saber ustedes, que desde que el Caleuche existe, es decir desde que Dios separó los mares de las tierras, quedó formalmente establecido que jamás ninguna bruja muerta podría ocupar ninguno de sus botes.
El Piloto Primero hizo una mueca y, pidiéndole el catalejo al Capitán, dijo solemnemente:
—Un momento.
Miró largo rato. Luego prosiguió:
—Señor Primer Ingeniero, se equivoca usted. El tercer cadáver, el que va a popa, pertenece al sexo femenino. Amigo (se dirigió a mí), confírmelo usted.
Y me alargó el catalejo.
En verdad aquel cadáver era más pequeño que los otros dos, de su cráneo raído colgaban algunas largas mechas que hacían pensar más en la cabellera de un ser que hubiese sido femenino al pasar por este mundo, y bajo los harapos se adivinaba en su pecho materia blanda, de jalea, y no recias costillas como en los otros dos.
Tales observaciones no pusieron fin a la discusión. El Primer Ingeniero exclamó:
—Señor Piloto Primero, no me contradiga usted. Mi ciencia sobre el Caleuche es total. Y prueba de ello, vea usted: son en este momento las 2 y 38 minutos. Pues bien, siendo que sopla un viento noroeste fuerza 3 y siendo que hay sólo dos nubes en el cielo y ningún pez a la vista, el Caleuche debe pasar dos horas diez y siete minutos después que una embarcación suya tripulada por tres cadáveres.
Esperamos.
En efecto, a las 4 y 55, vimos a babor las puntas de los palos del barco y, bajo las aguas, el resplandor de sus luces submarinas.
La ciencia del Primer Ingeniero era, sin duda, profunda. Sin embargo el Piloto Primero no dio su brazo a torcer. Sonreía con malicia solamente. Después me llamó a un lado y me dijo al oído:
—El señor Primer Ingeniero sabe mucho, una enormidad, respecto a la relación de tiempo y distancia entre el Caleuche y sus embarcaciones, pero en lo que se refiere al sexo de los cadáveres que tripulan estas últimas, créame usted, es un perfecto ignorante.
Y sin más, nos metimos submarino adentro para sumergirnos nuevamente.
Dos días más tarde aparecíamos en Valparaíso.
Viajé a Santiago en auto esa misma noche.
A las 2 de la madrugada estoy frente a mi casa con la casulla y el fruto encarnado bajo el brazo, mientras el coche se aleja presuroso.
Y empieza otra historia.
No corría aún un minuto, cuando un deseo me cogió: abrir mi puerta con otra llave, entrar en puntillas en el más absoluto silencio, aguardar largo rato tras cada paso, temblar con el ruido de las ratas y robar, robar cuanto pudiera en mi propia casa.
Así lo hice.
De un armario saqué un gran trapo negro para ir echando los objetos robados. Tengo en mi escritorio la calavera de Sarah Bernhardt: me la robé. En el hall tengo un cuadro de Luis Vargas Rosas, me lo robé. En el comedor tengo dos viejos saleros de oro, me los robé. Y en rodos los rincones de la casa tengo las obras completas de don Diego Barros Arana, me las robé.
Así llegué a mi dormitorio.
A esa hora y ese día —si Desiderio Longotoma no me hubiese hablado del unicornio— debería yo estar en cama durmiendo. A esa hora y ese día, si un ratero hubiese entrado a mi habitación, después de desvalijar media casa, debería yo despertar y, alzándome bruscamente de entre las sábanas, gritar: "¿Quién vive?" Así es que desperté y grité.
Si saqueando alguna vez el dormitorio de un ciudadano honesto oyese yo en la noche su voz de alarma, debería agazaparme tras un ropero y esperar ansioso, corriendo la mano hacia un arma, en este caso, hacia las largas tijeras que allá en los confines de la Etiopía me sirvieron para cortar el fruto del árbol de la quietud. Así es que me escondí y mi mano se armó. Silencio.
Ante el silencio, volví a gritar: "¿Quién vive?"
Apreté las tijeras. Mi respiración jadeante rebotó contra las tablas del ropero que me ocultaba.
Desde mi cama, oí su jadear. ¡Ni un momento que perder! Salté al suelo, cogí del cajón del velador mi revólver y, ¡luz!
Al verme iluminado y sorprendido, no vacilé. Salté como un leopardo, altas las puntas de las tijeras.
Al verme así acometido, apunté y disparé.
Al ver la boca del revólver hice un rápido gesto para esquivar. La bala me rozó la sien derecha y fue a incrustarse en el espejo de enfrente. Entonces pegué con las tijeras con toda la fuerza de mi brazo, hundiéndolas en el vientre.
Herido, tajeado así, el revólver se me escapó y caí cuan largo soy.
Fue lo que aproveché para ajustar un segundo tijeretazo y, esta vez, escogí el corazón.
Con el corazón perforado, fallecí.
Eran las 2 y 37 de la madrugada.
Ante mi cuerpo muerto y sanguinolento, retrocedí con paso cauteloso. Recordé entonces el cuerpo yerto de Scarpia mientras Tosca retrocede.
Volví a cruzar, de espaldas, el umbral de casa. Volví a respirar la humedad del asfalto. Un nombre resonó en el silencio de mi cabeza: ¡Camila!
Me guarecí aquella noche en un hotel cualquiera. Repetí: ¡Camila!
Dormí.
Al día siguiente la prensa anunciaba mi muerte con grandes letras, encabezando los artículos con estas palabras:
ESPANTOSO CRIMEN
Al día subsiguiente la prensa daba cuenta de mis solemnes funerales.
Ya una vez sepultado, largo a largo bajo el pasto, las cucarachas y las hormigas, volvió a resonar en mi cabeza vacía aquel nombre idolatrado de ¡Camila, Camila, Camila!
Entonces pensé que el fruto del árbol de la quietud, mezclado con leche, fue lo que ignoró Marcel Proust.
¡Camila!
Marqué su número de teléfono: 52061. ¡Camila!
Lo que siempre a Camila le reproché, entre risas y sarcasmos de ella, fue su absoluta ignorancia. Camila, hasta hace pocos días, creía que las cáscaras de las almendras eran fabricadas por carpinteros especialistas para proteger el fruto mismo; que Hitler y Stalin eran dos personajes íntimamente ligados a nuestro Congreso Nacional; que las ratas nacían espontáneamente de los trastos acumulados en los sótanos; que Mussolini era ciudadano argentino; que la batalla de Yungay había tenido lugar en 1914 en la frontera franco-belga. Camila vivía fuera de toda realidad, fuera de todos los hechos. Camila ignoraba, pues, el espantoso crimen y la triste sepultación. Así es que, al verme llegar a su casa, corrió alegre hacia mí y me tendió sus brazos con una soltura de animalito nuevo.
Luego, riendo de buena gana, indicó la casulla bajo mi brazo y me gritó:
—¿Tú de fraile?
Entonces, ante sus ojos atónitos, la desenvolví y le mostré el magnífico fruto encarnado.
—¿Se come? —me preguntó.
Tras mi afirmación lo cogió entre sus manos y, con una caricia larga, suave y húmeda, le pasó de alto a bajo su lengüita palpitante. En seguida quiso enterrar en él sus dientes. La detuve.
—Así no. Podría hacerte daño. Hay que mezclarlo con leche.
Cuando se está sepultado largo a largo bajo las hormigas y las cucarachas de un cementerio, todo sentimiento de responsabilidad desaparece.
Este sentimiento se hace activo y clava cuando los demás hombres le muestran a uno con el dedo, por las calles, al pasar.
Pero si uno se halla largo a largo, no hay dedo que logre perforar una lápida funeraria.
Comimos ambos del fruto encarnado. Sólo que ella era una muchacha en flor.
Sobre la misma mesa recosté el cadáver de mármol de Camila y, muy lentamente —por fin—, lo desnudé. Tal cual ella había hecho momentos antes con el fruto, hice yo ahora desde sus cabellos hasta sus pies. Luego quedó envuelta en el gran trapo negro que saqué del armario. Trapo vacío. Pues los objetos robados fueron cayendo a lo largo de las aceras mientras de mi casa me dirigía al hotel murmurando el nombre idolatrado de Camila.
Nuevamente por las aceras, bajo el peso de su mármol. Allá en su casa, en los diferentes sitios ocupados por ella cuando vivía, han quedado pedazos de la casulla del siglo XVI, y sobre su cama, las largas tijeras.
Desiderio Longotoma hace gimnasia todas las mañanas. Luego se baña en agua a 39 grados. Luego, durante no menos de media hora, se fricciona el pecho y las extremidades con el finísimo polvo homogéneo que le proporcionó su máquina XY 6, ocho cilindros, presión hidráulica.
—Esto es magnífico para la salud —me dijo apenas me apercibió—. Lástima que usted no vaya jamás a gozar de estas fricciones porque su memoria es admirable. Yo, gracias a la debilidad de la mía, ya ve usted, desafío como si tal cosa los rigores del invierno, los calores estivales, las grandes comidas, las bebidas fuertes, el tabaco y el amor.
Terminadas sus fricciones, se vistió y se acicaló con marcado esmero. Se puso una flor en el ojal. Pasó a su salón. Encendió un habano. Echó la pierna arriba. Se frotó las manos. Me preguntó:
—¿Qué lleva usted ahí?
Cayó el trapo negro.
—¡Camila!
Blanca, fría, dura en su desnudez hecha de este modo indecorosa hasta el grado máximo del placer.
Pasada la medianoche, como dos granujas misteriosos, Desiderio Longotoma y yo, salimos del 101 de la calle de la Nevada llevando, él por los pies, yo por la cabeza, los restos de Camila. Las aceras por tercera vez.
A mitad de camino, a pedido mío, cambiamos de posición. Él tomó la cabeza, yo los pies. Pues yo siempre he encontrado en los pies de Camila tema mucho más hondo de meditación que en sus cabellos.
Una hora más tarde entrábamos al cementerio.
Diez minutos después hallábamos mi tumba y adivinábamos a través de la lápida la sórdida descomposición de mis visceras.
Desiderio Longotoma oró largo rato con voz menuda y precipitada.
Luego arrancamos de mi tumba la cruz y nos dirigimos a la de Julián Ocoa que fue siempre hombre bueno y violinista distinguido. Sobre ella la colocamos ya que él nunca creyó en Dios ni en Jesucristo su único hijo.
Recogimos después a Camila, quedada momentáneamente en el césped; la alzamos; y enterramos sus piececitos en el sitio en que, momentos antes, se enterraba el de la cruz.
Esta vez oramos los dos y un grillo.
Al día siguiente los artistas discutían la nueva escultura.
Hubo quienes hallaron aquello de un naturalismo demasiado osado; hubo quienes, de una estilización exagerada. Hubo quienes la emparentaron a Atenas; quienes, a Bizancio; quienes, a Florencia; quienes, a París. Hubo quienes consideraron ultrajante hacer brillar el cuerpo púber de una virgen sobre los que ya no son; hubo quienes aseguraron que la desnudez de una muchacha en flor redimía, con su presencia, todas las faltas de cuántos duermen bajo tierra. Hubo quien arrojó a sus pies un cardo; quien, una orquídea; quien, un escupitajo; quien un puñado de corales y madreperlas.
Yo observaba todo aquello tras un ciprés; Desiderio Longotoma, agazapado en una fosa vacía.
Tres días más tarde ningún artista volvió a opinar palabra sobre los mármoles de Camila. Vino entonces el invierno y la lluvia corrió helada sobre sus formas puras frente a las nubes.
Dos horas antes de aparecer el sol tras los Andes, voy, diariamente, con pasos lentos, al cementerio.
Me coloco frente a mi tumba y a Camila. Inmóvil, medito.
Quiero hacer mi meditación profunda. Quiero que abarque la muerte toda y todos sus arcanos. Pero una imagen flotante me distrae. Una imagen que quiero imitar, reproducir allí mismo para que entonces, sí, pueda mi honda meditación no dejar arcano sin penetrar.
Es la imagen de Hamlet junto a la fosa. No; es la imagen colgada en el muro de la casa de mis padres representando a Hamlet junto a la fosa.
Por imitarla, porque todo aquel cuadro, mi cuadro, sea semejante al otro, al del muro, no penetro arcano alguno de la muerte.
Sólo veo a Camila. Sólo me pregunto quiénes estaban en la verdad y quiénes erraban: Atenas o Bizancio, Florencia o París. Sólo llego a la conclusión que el yerro era general y que era causado porque todos ignoraban lo que realmente representaba la estatua que se erguía ante sus ojos. Entonces —ignorantes y para substituir tal ignorancia— querían aproximarla a una verdad cualquiera: Atenas, Bizancio, Florencia, París.
Ignoraban que aquello era Camila, mi adorada y desdichada Camila; que aquello era su cuerpecito siempre resistente al amor y hoy a la intemperie de las miradas; que aquello era mi total irresponsabilidad protegida por una lápida mortuoria y hecha mármol por el crimen.
Un mes que, a diario, repito mis visitas.
Durante los primeros veinte días fui solo. Al partir del vigesimoprimero me hizo compañía Desiderio Longotoma.
Ya ese polvo homogéneo de su máquina trituradora se había consumido poros adentro y el buen hombre empezaba a sentirse atraído por la calma oscura de los camposantos.
—Usted será mi público, Desiderio Longotoma. ¡Nada de halagos precipitados! Quiero su opinión franca, su opinión espontánea, Desiderio Longotoma.
—De acuerdo, amigo, de acuerdo.
Esto, noche a noche.
Tomo en mi izquierda un gran trozo redondo de arcilla. Desde la visita de la dama anciana, los trozos de arcilla en las manos me obsesionan. Entierro en él un zapatito femenino imaginario. No de Camila, no. Entierro el zapatito de charol negro con tacón rojo de Pibesa. Porque a Pibesa la beso, sobre todo cuando se calza así. Y como nunca Camila me dio sus labios, ahora, a través de la imagen de los taconcitos de Pibesa, beso, mudo, a la que ya no es de este mundo.
Alargo un dedo hacia la estatua, y, al tocarla, exclamo despechado, altivo:
—"Aquí colgaban esos labios que no sé cuántas veces he besado. ¿Dónde están vuestras bromas ahora? ¿Y esos relámpagos de alegría que hacían de risas rugir la mesa?"
—¡Bravo! ¡Bravo! —grita frenético Desiderio Longotoma—. ¡Eso es arte!
Y ríe, pues Desiderio Longotoma demuestra su entusiasmo sobre todo riendo. Se oye su reír dulce, de cascada. Yo entonces envalentonado:
—"¡Qué! ¡Ni una palabra ahora para mofaros de vuestra propia mueca?"
Hago luego un amplio gesto circular con mi diestra, mientras cae, deshaciéndose, el trozo de arcilla y vuela por los aires la imagen del zapatito ahora de ambas. Mi tragicismo llega a su máxima intensidad. Profiero:
—Alas, poor Yorick!
Desiderio Longotoma casi en éxtasis:
—¡Magnífico, amigo, magnífico!
Y ríe interminablemente. Esto, noche a noche, durante diez noches.
Y empieza una tercera historia.
Cirilo Collico es pintor. Es un pintor distinguido, meritorio. Sin tener ni haber tenido jamás audacia alguna, sin que se pueda esperar de él ni un miligramo de novedad, no es posible negarle una cierta sensibilidad dulce, casi femenina, es decir, casi como se ha acordado —no sé por qué— que debiera ser la sensibilidad femenina. Cirilo Collico gusta de los colores suaves, de los azulinos, los violáceos, los esmeraldas glaucos. Pasa largas horas contemplando las tonalidades esfumadas que dejan sobre los guijarros el tiempo y la lluvia. Una tela de más de medio metro le asusta. Durante los días de sol se encierra en su casa. Durante los días helados va por las calles humildes de los extramuros y a cada momento abandona en el aire gris una lágrima de emoción. Su ideal, su supremo ideal, es pintar alguna vez la luz de un relámpago diurno. Los relámpagos nocturnos le erizan los nervios y los detesta tanto como al Sol, como a Rembrandt, como a Dante, como detesta las armas de fuego y los labios de sangre de las mujeres de mirar sostenido. En cambio, solo en su taller, bajo la claraboya lluviosa de un mediodía invernal, Cirilo Collico vibra como una nota de laúd si, de súbito, sus muros se iluminan un instante con el verde hueco y lavado de un relámpago perdido.
Cirilo Collico es detective. Es un detective agudo, sagaz, de ojos de lince y velocidad de liebre. Durante estos últimos años casi no hay escándalo ni crimen en cuya dilucidación no haya intervenido Cirilo Collico. Cuando los policías oficiales están ante un asunto sin hilo que seguir, siempre hay uno de ellos que llega a su taller a pedirle una posible orientación. Cirilo Collico escucha, anota, estudia, husmea, sale, corre, interroga, atisba, deduce, sorprende y encuentra.
Hace ya varios días hablaba yo sobre el personaje con Javier de Licantén, el inmenso vate.
—¿Cómo te explicas —le pregunté— tal dualidad en un hombre? Pintor fino, delicado, alméndrico, a la par que detective apasionado ante las infamias y la sangre.
—No hay tal —me respondió—. Cirilo Collico es, ha sido y será siempre un detective, nada más que un detective y sólo una cierta pecaminosa vergüenza interior —al constatar que fuera de infamia y sangre nada le interesa— sólo ella, le hace parodiar en su taller de invierno a un ser sutil y exquisito como las almendras.
Poco después hablé del mismo asunto con el doctor Linderos, eminente psiquiatra. A mi pregunta respondió:
—No hay tal. Cirilo Collico es, ha sido y será siempre un finísimo pintor y nada más. Y lo es a tal extremo, a tal extremo es finísimo y a tal extremo se afina más y más, que él mismo ha llegado a sentir que, de seguir así, va a convertirse en un ser totalmente ajeno a la realidad, y a esto le teme grandemente. Entonces, ante el peligro, aprovecha sus momentos de ocio para sumergirse en esa realidad y la busca desnuda y cruel, es decir, con sangre y con infamias.
—Sea como fuere —dije—, desearía saber una cosa, doctor: ¿por qué Cirilo Collico insiste en verme?
—Eso, mi amigo —respondió—, ya lo sabrá usted, ya lo sabrá.
Y se alejó sonriente.
Ayer me encontré con Cirilo Collico. Paseamos largo rato por las calles hablando de pintura, nada más que de pintura. No hablamos ni una sola palabra de sus actividades detectivescas.
En la calle del Zorro Azul, entre el barullo de los transeúntes, nos cruzamos, de una acera a otra, con Desiderio Longotoma. Al verme, me hizo un signo de inteligencia y después, riendo me gritó:
—Alas, poor Yorick!
Enrojecí. Cirilo Collico me detuvo. Luego con acento grave me preguntó:
—¿Qué ha dicho ese hombre?
Respondí vacilante:
—Ha dicho una tontería, no sé; creo que: Alas, poor Yorick. Es un tío un tanto chiflado, ¿sabe usted?
Cirilo Collico entonces:
—Está bien.
Una pausa.
—Por la noche tendrá usted noticias mías.
Otra pausa.
—Por el momento, ¡adiós!
Y se alejó con pasos lentos.
Apenas terminé de comer y mientras encendía un cigarrillo, sonó el timbre. Era el carrero. Me alargó un pequeño sobre.
Lo abrí y leí:
"Cirilo Collico saluda atentamente a su amigo Juan Emar y le suplica ir, sin tardanza, a casa de su señor padre, tomar su sombrero de copa y ver lo que hay en su interior".
Obedecí.
Minutos más tarde le decía a papá:
—¿Dónde está tu sombrero de copa?
—Allí, sobre la cómoda.
—¿Permites que mire dentro de él?
—Mis hijos, en mi casa, pueden mirar cuanto quieran.
Avancé.
Miré.
Dentro del sombrero de copa de papá no había nada, absolutamente nada. ¿Qué broma o necedad era entonces la tarjeta de Cirilo Collico? Cuando de pronto sentí un vuelco en el corazón y noté que palidecía. Al fondo, grabado sobre el forro de seda, el sombrero inscribía su marca: arriba, su nombre; abajo, su dirección en Londres; al centro, el escudo de Gran Bretaña. Eso era lo que debía ver.
El escudo de Gran Bretaña tiene a un lado un león coronado; al otro..., un magnífico y altivo ejemplar de unicornio!
Anoche no dormí.
Hoy, a la hora del aperitivo, ha venido Cirilo Collico. Nos sentamos junto al fuego. Llamé al criado. Estuve a punto de pedirle whisky. Sin embargo, juzgué que era acaso preferible algo de otra tierra, sí, de otra tierra.
—Viterbo, dos oportos.
Bebimos en silencio.
De pronto Cirilo Collico me dijo:
—La Edad Media fue una época extraordinaria.
—Por cierto —respondí.
Nuevo silencio. Ladró un perro en la calle. Llamé:
—¡Dos oportos más!
—Cirilo Collico bebió. Cirilo Collico me dijo:
—Lea usted las desdichas de Dragoberto II, príncipe soberano de la Carpadonia, allá por los años de 1261.
Y me alargó un pequeño libro de tapas de cuero viejo abierto en la página 40. Leí:
"Y es el caso que Dragoberto II, ebrio de sangre, quiso seguir devastando cuantas comarcas hollaran las pezuñas de su potro indómito. Mas al cruzar las cumbres de los montes Truvarandos y entrar al verde valle de Parpidano, apareció de súbito, alta en la diestra la cruz del Redentor, el más anciano de los monjes de la Santa Hermandad del Unicornio, y..."
La voz se me atajó en la garganta. Tosí. Moví los pies.
—¡Demonios! —exclamó Cirilo Collico mirando su reloj— . Ya es hora de comer. Me marcho, me marcho.
Desde el umbral me dijo:
—Mañana seguiremos la lectura. Mañana a primera hora.
Y se marchó.
Apenas sus pasos se perdieron, escapé de casa como un demente. Corrí, corrí.
Llegué al cementerio. Llegué frente a Camila. Oré por última vez en mi existencia. Esta vez un escorpión y una paloma llevaron el coro. Amén.
Alcé la lápida. Y dulcemente me recosté sobre mis entrañas en putrefacción.
Las putrefacciones tienen tendencia a subir hacia los cielos.
Suben las mías con ritmo de siglos. Suben inconteniblemente. Suben, llenándolos, por los intersticios intraatómicos.
Ya han pasado ataúd arriba. Ya han pasado la lápida. Ya tocan las plantas de los piececitos de Camila.
Y suben siempre.
Inundan a Camila.
Camila se cubre, de dentro hacia afuera, de las putrefacciones mías.
Camila cubre su cuerpecito idolatrado de una pátina de suave y límpida fetidez.
Los artistas de la ciudad entera la contemplan arrobados.
Uno ha dicho:
—Es la pátina de París.
Otro ha dicho:
—Es la pátina de Florencia.
Otro:
—Es la patina de Bizancio.
Otro:
—Es la pátina de Atenas.
Emar, Juan: Diez, Ed. Universitaria, Santiago, 1971.
Escrito en 1937
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